La
Trascendencia de la Osadía Polaca
Como en la edad de oro de la tenebrosa
autocracia zarista y evocando las peores horas
de su atormentada historia, Polonia padece en
la actualidad la sevicia de sus verdugos
modernos: los sicarios prosoviéticos del
régimen fantoche. Y como siempre, el pueblo
polaco, con sus impresionantes demostraciones
de rebeldía y heroísmo, se ha hecho digno
merecedor del apoyo de los revolucionarios del
globo entero. Al filo de la medianoche del
sábado 12 de diciembre, el gobierno de
Varsovia, usurpado por los militares, implantó
la ley marcial y adoptó una runfla de medidas
represivas, aplicando al pie de la letra los
dictados de Moscú que desde tiempo atrás
exigía mano de hierro contra la indisciplina
social y los reclamos democráticos de los
obreros. Con el objeto de aterrorizar a la
ciudadanía para luego reducirla, los decretos
de emergencia van desde la ¡legalización de
las organizaciones gremiales y el arresto para
los instigadores de disturbios, hasta el
anuncio de pena capital contra quienes
promuevan el cese de la producción en sectores
vitales. En las cárceles han parado decenas de
miles de personas, entre las que se cuentan
numerosos dirigentes del sindicato
Solidaridad, prohombres de viejas
administraciones destituidas y no pocos
miembros del Partido Obrero Unificado Polaco.
La militarización fue total. Las tropas han
allanado las factorías, los tanques han
patrullado las calles de las ciudades y el
acribillamiento de los insumisos no se ha
dejado esperar. Se les interrumpió el servicio
telefónico a los particulares, se silenciaron
los despachos de la prensa no oficial y por la
televisión aparecieron uniformados en lugar de
los periodistas habituales. En fin, Polonia ha
sido sitiada, incomunicada y mancillada.
Imposible
predecir el rumbo concreto que tomarán en el
inmediato futuro los acontecimientos en aquel
clave país de la Europa centrooriental, con
más de 35 millones de moradores. Empero, por
las hondas raíces de su desbarajuste
económico, por el calado y la magnitud del
combate popular, por su ubicación geográfica,
por el punto de ebullición a que han llegado
las discordias mundiales, particularmente la
disputa de las dos superpotencias, el
detonante polaco está y seguirá allí, en medio
de la leonera, listo a contribuir al
desencadenamiento del estallido general. Lo
que se ha incubado durante años, con la
participación decidida de millones de gentes y
como fruto de la convergencia de múltiples
factores, no será extinguido con los
mandamientos sanguinarios de un ucase, o de
varios. Pese a la fulminante maniobra de los
esbirros y al inevitable desconcierto que para
cualquier contingente ocasiona el verse de
pronto privado de su máxima comandancia, las
erguidas y valerosas respuestas de los
trabajadores han repercutido en el ámbito
universal. Las cosas no marcharán tan viento
en popa para los guardianes del orden, cuando
el Kremlin, no obstante sus cínicos
pronunciamientos en pro de la no intervención
foránea, ha reiterado a sus títeres la promesa
de socorro militar, sin excluir obviamente una
campaña de ocupación, si la resistencia contra
la tiranía establecida coloca en peligro el
corto reinado del general Jaruzelski. Desde
luego, habrá cambios en las formas de lucha y
de funcionamiento de los fortines
insubordinados, los cuales ya no podrán
conspirar a plena luz del día, sostener y
coordinar fácilmente las huelgas, o efectuar
esos magníficos despliegues multitudinarios
que estropearon la reputación de la burocracia
lacaya. La clase obrera deberá amoldarse a las
nuevas circunstancias y reagrupar sus
efectivos disgregados violentamente. Lo que al
principio el movimiento pierda en locomoción y
envergadura lo ganará en profundidad y dureza,
puesto que el enemigo, al haberse destapado
tal cual, mostró los intolerables designios de
imponer su despótica voluntad, aun a costa del
degüello de todos los polacos.
De
otro lado, las resonancias internacionales de
los sucesos recientes de esta nación
enganchada a la coyunda soviética se palpan no
sólo en las declaraciones de condena emitidas
por los Estados de Occidente, que se acompañan
con severas advertencias a los mandatarios
rusos para que se abstengan de invadir como a
Checoslovaquia en 1968, sino en la contagiosa
simpatía que despiertan las proezas polacas
entre los pueblos de las diversas latitudes. A
Moscú y a Washington, las capitales de las dos
más poderosas metrópolis de la Tierra, les
preocupa vivamente el desenlace de la crisis,
a la que siguen y cuidan de cerca, dentro de
una encendida controversia de mutuas
recriminaciones y amenazas. A la primera,
porque la salida del corral del díscolo vecino
configuraría un patrón sumamente pernicioso
para el resto de sus vasallos coloniales y
asestaría un recio golpe a sus sueños de
gendarme del universo. A la segunda, porque
los desarreglos y conmociones en la vasta
retaguardia de su mortal contrincante le
permiten recuperar cierta iniciativa, después
de que éste le ha sustraído consecutivamente,
en el transcurso de algo más de un lustro,
considerables porciones de Asia, África y
América Latina. Rusia no asistirá con los
brazos cruzados a la reducción de su área de
influencia cuando de lo que se trata es de
incrementarla. Brezhnev, a semejanza de Hitler
en 1939, también está dispuesto a tentar los
dioses de la guerra por Polonia, mas no para
conquistarla, para conservarla. Y Reagan, que
ha dejado suficientes constancias de su ánimo
belicoso y al que lo saetean los aprietos por
doquier, no desaprovechará la oportunidad de
procurar recomponer los deteriorados negocios
norteamericanos en otras partes, verbigracia
Centroamérica, recurriendo asimismo al fuego y
a la intimidación. Por donde se mire, el
conflicto tiende a propagarse entre el otrora
prepotente imperio yanqui, que hoy se bate en
retirada para mantener sus viejas potestades,
y los redivivos zares del Krem1in que, tras
sus ambiciones de hegemonía mundial, pasaron a
la ofensiva asumiendo el papel clásico del
agresor.
A
los pueblos de todas las nacionalidades el
crudo invierno polaco les trae una fresca
evidencia de la catadura imperialista de la
Unión Soviética y de la lamentable condición
de los países sometidos a su arbitrio. Aunque
los revisionistas rusos y sus acólitos en el
exterior achaquen los desórdenes encabezados
por los partidarios de Solidaridad a las
intrigas de Occidente y el caos económico a la
ineptitud de algunos exfuncionarios, la
situación ha alcanzado visos tales de gravedad
para que sus genuinas causas puedan ser
soslayadas con la quema de propaganda barata.
Antes que nada, la postración de Polonia
origínase en los descalabros de una economía
en franco retroceso, que, además de
encontrarse escandalosamente endeudada en
alrededor de 30.000 millones de dólares, se
exhibe incapaz de proveer a la población de
los medios elementales de subsistencia. La
escasez, la carestía y el racionamiento, que
fueron el pan de cada día durante el último
decenio, precipitan torrentes de indignación
popular que con frecuencia los órganos
represivos sofocan de manera vandálica. La
inestabilidad en el mando, consecuencia de lo
anterior, constituye otra peculiaridad muy
típica de este período. Gomulka abandona el
Poder luego de los cruentos choques que les
costaron la vida a 45 proletarios del puerto
de Gdarisk en los inicios de los años
setentas. Gierek intenta combinar el garrote
con la persuasión, y su gobierno se desploma
sacudido por las movilizaciones y los paros
obreros. Kania propicia un desesperado
entendimiento con los sindicatos, pero el
antagonismo entre la masa laboriosa y el
régimen ya no permite conciliar las dos
posiciones, y tuvo que ceder el puesto a
Jaruzelski, el comisionado de soltar los
mastines del fascismo.
Sin
embargo, el trasfondo de semejante cuadro de
bancarrota y de terror habrá que indagarlo en
los desastres de la sojuzgación soviética. Los
polacos, al igual que los colombianos, laboran
para la opulencia de un amo extranjero y no
para su propio bienestar. La variante estriba
en que sus esquílmadores se enmascaran de
"socialistas" y de adalides del
"internacionalismo proletario", con lo cual
buscan embaucar y eludir las iras de los
obreros del mundo. ¿Mas qué clase de
socialismo es aquel en que la planificación
estatal y las prioridades del desarrollo se
determinan por las conveniencias de otro
Estado más pudiente; o en que la conformación
de alianzas o bloques económicos y militares
se erige sobre la base de la "soberanía
limitada" del país pequeño, según lo demandan
sin tapujos las autoridades rusas para su
comunidad de naciones cautivas? Ninguna
atracción, ningún entusiasmo provocará entre
los desposeídos del planeta ese modelo de
sociedad, la metástasis polaca, que en lugar
de suprimir las lacras del coloniaje
capitalista, al cabo de treinta y tantos años
de existencia las reproduce fatalmente en la
anarquía y el entrabamiento de la industria,
el retraso de la agricultura, las
abultadísimas cifras de la deuda pública, el
desfogue de la inflación, los fundados rumores
de la corrupción administrativa y,
especialmente, en los métodos antinacionales y
antidemocráticos para resolver las
contradicciones internas y aplastar a los
forjadores de la riqueza. Dichos males se
parecen demasiado al drama de las débiles
repúblicas del Tercer Mundo víctimas de los
vetustos imperialismos, para ser presentados
cual un anticipo del venturoso porvenir que le
espera a la humanidad emancipada de las
pesadillas de la explotación.
Resulta
impostergable, entonces, señalar los motivos
del retorno de Polonia al pantanero mucho
después de derrotar las hordas nazis en 1945,
instaurar un gobierno de ascendencia popular y
encaminarse hacia la materialización de las
metas de la revolución proletaria, entre otras
cosas porque la burguesía occidental se solaza
divulgando, la versión de que las predicciones
de arx fallaron y, gracias a ello, ya no
ejercen satánico magnetismo sobre las
muchedumbres indigentes. Si los rendimientos
de la organización social de los trabajadores
no son sustancialmente mejores que el peor
perjuicio del capitalismo, sobran la más leve
acerbidad en la polémica, la lucha de clases y
los costos de una transformación radical de lo
existente. Dediquémonos más bien a limar los
aspectos negativos, evitar las injusticias,
barrer los excesos y desmanes del sistema que,
pese a levantarse sobre el trabajo asalariado,
o la esclavitud del "hombre libre", nadie ha
inventado bajo el sol otro edén ni siquiera
mencionable. Así discurren, farisaicamente,
los representantes políticos tradicionales de
los explotadores, denomínense liberales,
conservadores, socialdemócratas, etc.,
favorecidos con el alevoso comportamiento de
los soviéticos y sus secuaces.
Pero
el socialismo no ha fracasado; lo han
traicionado, que es muy distinto. Desde los
redactores del Manifiesto Comunista hasta el
artífice de la Revolución Cultural Proletaria
de China, pasando por el fundador del
bolchevismo, los guías magistrales del
movimiento obrero han advertido que en la
sociedad socialista, al constituir únicamente
una etapa de transición hacia la abolición de
las clases y de las desigualdades nacionales,
todavía continúa la implacable pugna entre las
obsoletas facciones desprovistas del Poder y
las fuerzas avanzadas que lo han obtenido; y
por ende perdura el peligro del
restablecimiento de los privilegios del
pasado, a cargo de los enemigos abiertos y
encubiertos, nativos y extranjeros, de dentro
y de fuera del aparato gubernamental. Durante
un trayecto harto prolongado no se sabrá quién
vencerá a quién. El proletariado ha de
persistir en su dictadura, blandiendo los
instrumentos propios de la contienda política:
democracia, plena democracia para las masas
trabajadoras y sus aliados, anulación de todo
derecho para la oligarquía y la reacción en
general, aplastamiento de las actividades
contrarevolucionarias, respeto por la
soberanía y autodeterminación de las
naciones... ¿Se puede afirmar a priori que un
Estado obrero no actuará al contrario, o no
caerá en manos de los elementos restauradores,
es decir, que en vez de darle garantías al
pueblo se las otorgue a minorías parasitarias,
y se convierta, a nivel internacional, ya en
una colonia expoliada, ya en un imperio
expoliador? ¿Con base en qué fundamentos
teóricos o experiencias prácticas se negaría
absolutamente tal eventualidad? ¿Con el
criterio de que la historia marcha siempre
hacia adelante y nunca da pie atrás? ¿Con la
ingenua creencia de que los obreros, cuando
aferran el timón de un país, se inmunizan
contra los intentos revanchistas y
regeneradores de sus adversarios? Al revés, la
lección de los siglos refiere que aunque las
corrientes revolucionarias terminan primando a
la larga, a menudo transcurren por confusos y
convulsos interregnos de reflujos y resacas.
Una de las más rotundas discrepancias del
marxismo-leninismo con los revisionistas
contemporáneos consiste precisamente en que
éstos no alertan, ni reconocen, ni siquiera
mientan la posibilidad de la restauración
burguesa bajo el socialisir,). Para los rusos
sería tanto como reconocer sus fechorías y
recabar su misma destrucción, actitud que no
van a asumir jamás.
Pues
bien, Polonia, con su deprimente y frustrante
espectáculo, compendia uno de esos fenómenos
de involución social de común ocurrencia. Sus
ansias de progreso tropiezan con la
distribución discriminatoria de tareas y de
prioridades diseñadas por el Carne, el
convenio económico impuesto a los países
satélites de la Unión Soviética, de modo
análogo a como en las centurias precedentes el
descuartizamiento de su territorio y la
supervivencia de los estamentos más
retardatarios de su aristocracia feudal,
debidos entonces a la sojuzgación de las
potencias colindantes, asfixiaron su empuje
productivo y la relegaron al atraso. Los
grilletes de la dominación foránea vuelven a
ser causantes de su penuria material. Su
pueblo se halla al margen de los organismos
estatales y de nuevo han sido encumbrados los
círculos menos representativos y más
holgazanes de su colectividad. La democracia
pertenece otra vez a éstos, mientras las
medidas punitivas llueven sobre sus obreros, a
quienes se les prohibe la huelga, la
organización y el ejercicio de los demás
derechos. Sus gobiernos nacen y mueren a los
bramidos del Krem1in, y su suelo, hendido por
las divisiones del irónicamente bautizado
Pacto de Varsovia, se torna en zona de
seguridad nacional para los hegemonistas
soviéticos, a los que enceguecen las
manifestaciones de patriotismo de los millones
de afiliados a Solidaridad. Sí, es del Oriente
de donde regresó el déspota, la Santa Rusia de
la era del socialismo, a reencadenar la
miseria polonesa a los caprichos inapelables
del ahora también principal baluarte de la
reacción europea y mundial.
Las
desfiguraciones del régimen de Polonia
corresponden exactamente a las deformidades de
los renegados del comunismo de los Soviets,
que desde Kruschev acá han atrapado en sus
redes y puesto en servidumbre a las naciones
que se atreven a acercárseles sin tomar las
precauciones del caso. Los dirigentes de
países como Cuba y Viet Nam, a punta de actuar
de testaferros en Angola, Indochina, o en
cualquier otra parte de la arena internacional
adonde los arrastra la codicia de sus señores
moscovitas, enlodaron los emblemas con que no
ha mucho enardecían a las multitudes
soliviantadas y han concluido pasándoles a sus
respectivos conciudadanos las cuentas de cobro
por las hazañas filibusteras. Recordemos con
el marxismo la máxima de que un pueblo que
oprime a otro no es libre; y si lo fue dejó de
serlo, porque ensamblar ejércitos de asalto,
transportarlos y sostener guerras de ocupación
consume inmensos recursos que se sufragan con
gravámenes abultados, excesivas jornadas,
descuido de ramas industriales, desequilibrio
del mercado, bajas humanas, sacrificio sin
cuento y, finalmente, con la mordaza y el
látigo, imprescindibles para prevenir la
inconformidad. Poco o nada influye que el
Estado en cuestión se moteje de
democrático-popular o de socialista; igual se
desgasta políticamente, concitando sobre sí la
malquerencia de sus subalternos y el recelo
cósmico. Los jerarcas de la URSS, fuera de
depravar y sumir en el infortunio a las
repúblicas condenadas a su protección, labran
asimismo su propia desgracia. He ahí la
moraleja de su fábula. Navegan en un mar de
inextricables contradicciones. A cada
exabrupto de su conducta socialimperialista
suenan más repulsivos sus juramentos de
benefactores de la especie. Claman por la
"distensión" pero siguen extendiendo sus
tentáculos letales tras lo que no les
pertenece. En Polonia exigen la masacre para
no invadir y en Afganistán invaden para
masacrar; y detrás de cada una de semejantes
tropelías se encuentra, sin falta, la
solicitud de una marioneta suya requiriendo la
"cooperación internacionalista". Cuando los
cogen con las manos en la masa, en flagrante
delito de colonialismo, se salen frescamente
acusando a sus críticos de "bandidos
contrarrevolucionarios". Creen que engañan,
mas sólo hacen el hazmerreír y se aíslan
progresivamente.
Por
ello reiteramos que tales procedimientos y
digresiones no se compadecen ni con los
postulados ni con los intereses de la causa
obrera. Ninguna identidad guardan con las
premisas fundamentales del socialismo
científico que proscribe la más pasajera
explotación entre las personas y entre las
naciones. La única forma de sacar indemne esta
verdad de la prueba histórica que afronta será
proclamando a los cuatro vientos y sin
balbuceos la felonía y la farsa soviéticas.
¿Cómo es eso de que un país socialista
considere espacios ajenos cual "zonas de
seguridad" de su exclusiva incumbencia, en
donde se arrogue el derecho tiránico o el
deber "revolucionario" de dictaminar el tipo
de gobierno que les viene a los habitantes del
lugar, los mecanismos con que han de dirimir
las disensiones domésticas, o hasta dónde han
de llegar las reformas? ¿Las imposiciones de
los amos del Kremlin al pueblo polaco no son
acaso un calco vulgar de las consabidas
injerencias de los Estados Unidos en sus
neocolonias?
Si
con el pretexto de "mi zona" se bendice la
entronización de Jaruzelski, ¿con qué cara se
estigmatiza la ascensión de los espoliques
norteamericanos marca Pinochet? A los
imperialistas siempre les ha parecido una
transgresión inaudita de las normas de
convivencia la menor intriga de las metrópolis
competidoras dentro de sus esferas de dominio,
mientras califican sus propias intromisiones
de dispensas naturales y legítimas. Los
socialimperialistas modernos obran
idénticamente, Según la cólera de Reagan, las
maniobras de Brezhnev por adueñarse del Caribe
patentizan una infracción inconcebible del
principio de no intervención, mas no la
presencia en El Salvador de unidades del
ejército estadinense que asesoran a los
genocidas de la Junta Militar. Y viceversa,
para éste son inadmisibles y atentatorias de
la paz mundial las baladronadas de Washington
y las plegarias de Roma con que Occidente
calcula sacar tajada de la fascistización de
Polonia, pero le parece un honroso aporte a la
armonía universal su manipuleo del gobierno de
Varsovia en la noche de los cuchillos largos
del 12 de diciembre. A los defensores del
movimiento comunista, tan vil e hipócritamente
escarnecido por el revisionismo contemporáneo,
les compete precisar que no se acogen a
ninguno de los dos alegatos expuestos, los
cuales, no obstante la acrimonia y la
desemejanza formal, no expresan más que los
agudos altercados entre ambas superpotencias
por el control del orbe. La opinión
esencialmente contrapuesta, la que vela por el
destino promisorio de los trabajadores de
todos los continentes y permanece fiel a las
enseñanzas imperecederas del
marxismo-leninismo, parte del supuesto de que
el derecho de las naciones a la
autodeterminación no es una simple fórmula
ritual a la que puedan recurrir los
saqueadores para absolver sus crímenes, sino
la piedra angular del internacionalismo
proletario, así como de toda democracia y de
todo socialismo verdaderos. Quien no proteste
por la intromisión de un país en los asuntos
de otros, tolere la más mínima intimidación u
opresión nacional sobre un pueblo, o se
comprometa con las agresiones internacionales
de determinada república, con las razones que
fueren, será un chovinista incorregible, un
agente extranjero, un revisionista adocenado,
un pobre diablo, lo que sea, pero jamás un
demócrata consecuente, ni mucho menos un
socialista militante.
Los
partidos mamertos a menudo arman algarabía
alrededor de la democracia, que prefieren
identificar con el término gaseoso de
"derechos humanos", plegándose hasta en eso a
la concepción burguesa que tiende a diluir el
contenido de clase del problema y a ocultar el
aspecto central de qué fuerzas sociales poseen
el Poder, y, por lo tanto, a quiénes les
concede el Estado las garantías y libertades y
a quiénes se las niega o escatima. En una
dictadura proimperialista como la colombiana
las decisiones las toma la oligarquía conforme
a las pautas trazadas por los monopolios
norteamericanos y en contra del querer de las
abrumadoras mayorías constreñidas, aunque se
pregone a voz en cuello que el pueblo es
soberano porque sufraga en las elecciones y
disfruta de una que otra mentirosa
prerrogativa. Algo similar acontece en
cualquier república, socialista o no,
maniatada por presiones económicas o chantajes
de agresión y cuyos actos se aprueban
previamente por gabinetes que sesionan a
kilómetros de sus fronteras. Bajo un régimen
que respira gracias a una invasión militar o a
las "ayudas" de otro, las masas laboriosas no
tendrán jurisdicción y mando, ni sus pareceres
contarán para nada, así la constitución las
designe depositaria s de la dictadura del
proletariado. En un mundo en el que prevalecen
aún las diferencias nacionales, el primer
requisito de la democracia, no de la burguesa
sino de la obrera, no la de papel sino la
real, la que empieza por desentrañar la
naturaleza clasista del Estado y pugna por la
supremacía de los desvalidos sobre los
desvalijadores, descansa en la soberanía y la
autodeterminación de las naciones, que se
entienden como la atribución de cada pueblo a
darse el género de gobierno que a bien tenga,
sin coacciones de ninguna índole. A este
precepto se le adosa otro no menos enjundioso:
el que las revoluciones no se exportan,
dependen de las condiciones específicas de
cada país.
El
socialismo habrá terminado su misión en la
Tierra cuando desaparezcan las clases y las
disparidades nacionales, pero mientras tanto
ha de esmerarse en el cabal apuntalamiento de
los soportes de la democracia. En lo interno,
amplísima participación de las masas populares
en las entidades del Estado y en sus
ejecutorias, igual en las administrativas que
en las de sujeción de las minorías
reaccionarias; y en lo externo, escrupuloso
acatamiento a la facultad privativa de los
pueblos a autodeterminarse soberanamente. La
sociedad proletaria que se enruta hacia la
eliminación de toda represión política y hacia
el derrumbe de las murallas que parcelan a los
hombres en naciones, no cristalizará su
encargo sino recurriendo a esa represión, pero
a través de su hechura más democrática, el
gobierno de los trabajadores, y permitiendo
que dichas murallas nacionales alcancen su
máximo apogeo mediante la prescindencia de la
menor coerción entre los países. No hay otro
modo de emprender los gloriosos cometidos de
la revolución socialista. Nada de esto tiene
lugar en Polonia, en donde quienes ponen los
presos y los muertos son los operarios de las
minas, de los astilleros, de las fábricas; y
los acaparadores del Poder proceden
exclusivamente de las élites cimeras del
Ejército, del Partido y del Ejecutivo, una
burocracia podrida cuyos irritantes fueros
emanan de su obsecuencia con los
socialimperialistas soviéticos. La libertad
polaca, florecida sobre la tumba del nazismo
tras épicos esfuerzos por reunificar la patria
secularmente desmembrada, vuelve a marchitarse
ante la rapiña de los actuales depredadores,
más ominosos que los antiguos, ya que disponen
a su antojo de una concentración, económica y
estatal, infinitamente superior a la que
conocieron los Romanov. Rusia se ha
transmutado en un imperio en expansión, foco
primario de la tercera conflagración mundial,
que no será sosegado con las aguas Justrales
de los apóstoles del apaciguamiento. A
mediados de 1975 atrapó a Angola patrocinando
una expedición de mercenarios cubanos;
vinieron luego Kampuchea, Lao, Afganistán, y
caerán nuevas presas, porque la fiera cebada
se hace insaciable. Sólo el alistamiento de la
lucha enérgica y mancomunada de los pueblos,
de los revolucionarios, de los países no
agresores, de los portaestandartes de la
coexistencia pacífica internacional, logrará
parar a los hegemonistas soviéticos.
La
importancia de la resistencia de Polonia
radica en que le infunde remozado aliento al
gigantesco frente de contención contra el
socialimperialismo. Hoy como ayer su gesta se
entrelaza con las corrientes más progresistas
de la época. Marx y Engels consignaron en el
Manifiesto: "Entre los polacos, los comunistas
apoyan al partido que ve en la revolución
agraria la condición de la libertad nacional".
Imitándolos, diremos a los 134 años que
nosotros también respaldamos, entre aquellos
combatientes, a quienes vean en la revolución
social, en el saneamiento de la
superestructura, el rescate de la soberanía
conculcada.
NOTAS
1.
Carlos Marx y Federico Engels, Manifiesto del
Partido Comunista, en Obras Escogidas, Tomo I,
Moscú, Editorial Progreso, 1973, p. 139.