Defendamos
y Aprovechemos Nuestros Recursos
Hemos venido advirtiendo que Colombia, luego
de haber saltado indefinidamente de una
frustración a otra, pasa por un trance, si se
quiere propiciatorio, que induce a sustituir
las gastadas fórmulas por los nuevos enfoques
puestos a la orden del día tras los duros años
de reveses y calamidades. Desde el plebiscito
del 1º de diciembre de 1957, que protocolizara
esa dulce armonía en torno a un Poder
instaurado sin la menor oposición, no habíamos
asistido a un entreacto como el presente, en
el cual las juntas de los gremios, el clero,
los militares y las vertientes descontentas de
los partidos tradicionales se duelen, a veces
en voz alta, de los trastornos económicos y la
descomposición galopante, del endeudamiento
externo y sus desastrosas secuelas, del
fracasado invento pacificador y el desborde de
la violencia, imputando todos a una las
desgracias de la ciudadanía a los erráticos
manejos de los asuntos públicos. La
contingencia no puede menos de promover el
acercamiento entre los distintos estratos
sociales severamente perjudicados con los
desarreglos de la crisis, o entre las
agrupaciones preocupadas en serio por el
porvenir de la nación. El encuentro de esta
noche lo corrobora a carta cabal. Cierto que
las elecciones nos han suministrado el motivo,
pero el hecho de que dos destacamentos tan
dispares en su procedencia y número de
seguidores hayan conseguido reunirse, discutir
sobre los diversos aspectos de interés común y
disponer unas formas mínimas de cooperación,
no estando imperiosamente obligados a
coligarse para concurrir a las urnas, muestra
hasta dónde los graves desbarajustes del país
y sus inseguras perspectivas han de dar
ocasión a un realinderamiento político de
insospechadas resonancias y amplitud. Tanto
más cuanto que cualquier tarea a emprender
conjuntamente por ambas fuerzas no sería
factible sin la supresión, de parte y parte,
de las naturales reticencias de quienes en
nuestras filas no juzgan conveniente el que
liberales y moiristas alternen o aparezcan en
las mismas tribunas. Y por eso me complace
colaborar hoy con mi granito de arena al
cometido de desvanecer las aprensiones o los
recelos que aún obstruyen los entendimientos
alcanzados, conociendo de sobra que las
huestes holmistas del Valle del Cauca
configuran uno de los baluartes más
sobresalientes del liberalismo de avanzada, y
a cuyo principal forjador, el propio Carlos
Holmes Trujillo, le punzan como a nosotros los
escasos incrementos de nuestras labores
productivas, la mengua de la soberanía
nacional colocada hace rato en entredicho, los
brotes de terror con que últimamente se han
pretendido zanjar las rivalidades partidistas
y la vertiginosa depauperación de las masas
populares.
Sin
embargo, considero que tales concordancias, ni
aquí ni en ningún otro departamento, se
hubiesen traducido en una acción concreta sin
los desengaños cosechados por el mandato
betancurista, un régimen que vivió para las
apariencias, ardiendo siempre en deseos por
embellecer su estampa y pensando no en
solventar las múltiples privaciones de la
población sino en salir airoso de ellas.
Calificó de egoísta al sistema financiero y
expropió a Michelsen Uribe, condenándolo, para
remate, al destierro voluntario, sin disminuir
por ello las dádivas con las cuales colmara a
los competidores del Grupo Grancolombiano ni
las voluminosas partidas con que se han
cubierto los desfases de la banca. "¡Que
tiemblen los pillos", fue la agria reprensión
que Belisario Betancur les profiriera a sus
subalternos con el objeto de moralizar algunas
dependencias del aparato administrativo... no
todas. Con el "no se derramará más sangre
colombiana", lisonja dirigida a los bandos
insurrectos antes que al Ejército, trató
también de ganarse las palmas, no importándole
si sus demagógicas benevolencias derivaran
hacia la degollina que estamos contemplando.
Con Contadora tampoco ha conseguido aplacar el
incendio de Centroamérica, una confrontación
prendida y determinada por la disputa
Este-Oeste, y de la cual nuestro mandatario ha
sabido beneficiarse a fin de extender su aura
de pacifista al concierto internacional,
lógicamente a expensas del doble juego de
tenderles una mano a los fantoches del
imperialismo soviético, mientras suscribe con
la otra el Plan Reagan para la Cuenca-del
Caribe.
Algo
análogo ha sucedido con sus ofertas de
congelar los impuestos y construir casas para
pobres, así como con el resto de las obras
consignadas en el "cambio con equidad": que
bajo su periodo hubo cuatro enmiendas o
apretones tributarios; que se aceleró la
tugurización de las ciudades por cuenta del
ICT, y que los amnistiados tuvieron en sus
promesas incumplidas la mejor excusa para
volver a declararle la "guerra". Un método de
gobierno nada aconsejable. Cada situación
difícil se encubre tras habilidosas
explicaciones, y con evasivas se atienden los
sentidos reclamos. A falta de ejecutorias que
exhibir se hacen alardes de gran corazón y
buena voluntad. Las complicaciones se sortean
con astucia y con astucia se lavan los yerros.
Es el estilo de mando que ciertos personajes
de muchas campanillas todavía le recomiendan a
Colombia, evidenciando, sin saberlo, la famosa
premonición de Francís Bacon, el padre del
materialismo inglés: No hay cosa que haga más
daño a una nación corno el que la gente astuta
pase por inteligente.
Empero,
lo verdaderamente lastimoso reside en que a
esta administración espectáculo, cual la
catalogara Carlos Lemos Simmonds, le haya
correspondido sentar sus reales durante el
lapso menos apacible en la historia
sesquicentenaria de la vieja república. Justo
a partir de 1982 empezaron a percibirse, una
tras otra y en su plena función paralizante,
las deformaciones estructurales incubadas en
el transcurso del siglo. Por aquel año hacía
sus destrozos la última y más aguda depresión
del mundo occidental desde la quiebra de 1929,
y se había entablado el ineludible pleito
entre los países deudores y las agencias
prestamistas internacionales, contradicciones
explosivas que también sacudieron a Colombia.
En lo interno, los otrora inexpugnables
poderes de la élite de las finanzas cayeron en
delicadas anomalías, provocando la
intervención gubernamental en varias
oportunidades; pequeños y grandes fabricantes,
tras haberse declarado insolventes o en
bancarrota, convinieron concordatos con los
acreedores en procura de mantener a flote sus
industrias; la agricultura y la ganadería
sufrieron tales retrocesos que los
colombianos, al decir del presidente de la
ANDI, acabamos preparando los platos típicos
con alimentos traídos de afuera, y la primera
autoridad económica, el gobierno, acosada por
el sucesivo déficit presupuestario, cuya
cuantía no admite antecedentes, tuvo de
continuo que emitir papel moneda atizando la
inflación y ensombreciendo aún más el
panorama. Y todo esto ocurre precisamente bajo
las lindezas del "sí se puede" y en una
encrucijada en la que afloran las mutaciones
genéticas de una sociedad en transición, entre
las cuales vale la pena mencionar el
desmoronamiento de la antigua hacienda
patriarcal campesina, el predominio del dinero
sobre la tierra, el éxodo de las masas rurales
hacia los centros urbanos, el auge del
capitalismo de Estado, la incidencia creciente
del comercio internacional, o sea aquellas
modificaciones operadas de modo paulatino e
imperceptible pero que con el tiempo han
terminado por plantear a nuestro pueblo retos
singulares en los ámbitos de la conducción y
planificación económicas, la técnica y la
ciencia, el bienestar social y la soberanía de
la patria.
Al
desatarse el dormido volcán de la deuda que
apercuella a la América indigente, se reparó
con angustia en que las principales entidades
del orden oficial y privado, sin excluir a los
bancos, se hallan hipotecadas hasta la
coronilla e impelidas a girar al exterior, en
divisas cada vez más costosas, unas sumas
sencillamente inasequibles. Las remesas por
ese concepto llegan a US$ 1.200 millones, lo
que equivale, dentro de los márgenes de una
balanza comercial por lo común adversa, al 35%
de nuestras exportaciones de 1985, proporción
suficiente para absorber las ganancias del
país y vedarnos cualquier posibilidad
auténtica y autónoma de progreso. Las firmas
particulares contabilizaron compromisos por
cerca de 4.000 millones de dólares. Los de
sólo tres sociedades, Avianca, Fabricato y
Coltejer, ascienden a más de 44.000 millones
de pesos al cambio de la fecha, que lograron
finalmente refinanciar gracias al patrocinio
del Ejecutivo. Frente a tan pesada exacción se
han pronunciado con entereza industriales,
agricultores y comerciantes. Inclusive algunos
expresidentes se atrevieron a sugerir, no la
suspensión deliberada de los pagos, mas sí el
virtual incumplimiento por fuerza mayor o
inopia absoluta. Personalmente creo que
semejante desenlace resulta utópico, dadas las
férreas ataduras de variada índole existentes
entre las neocolonias del sur y las metrópolis
del norte, que condicionan tan drásticamente
los negocios y el funcionamiento íntegro de
los deudores como para que éstos no acepten,
bajo las circunstancias políticas reinantes,
una salida transaccional a la usanza mexicana.
De un modo o de otro, lo digno de relevarse
radica en que tras los infortunios del
cuatrienio se ha ido sacando en limpio una
conclusión inobjetable, bosquejada por nuestro
Partido desde el mismo día su nacimiento y en
la que concordamos con el doctor Holmes, que
el desarrollo al debe no es tal, sobre todo
cuando los préstamos se contratan bajo
términos onerosos, se dilapidan o destinan a
operaciones no rentables. Colombia nunca será
próspera mientras no disponga soberana y
adecuadamente de los frutos de su propio
trabajo.
Hace
veinte días los cerealeros reprodujeron en la
prensa unas declaraciones en nombre de su
gremio, Fenalce, a través de las cuales
repudian sin pestañear los lineamientos, o
mejor, los tumbos e inconsecuencias de la rama
ejecutiva con respecto a la problemática del
agro colombiano, como también lo expusiera por
su lado la Sociedad de Agricultores de
Colombia, SAC. Aquellos ponen énfasis en el
encarecimiento de la maquinaria y de los
servicios de preparación, siembra y cosecha,
debido a la sobrecarga de los aranceles y del
IVA. Alertan acerca de las cláusulas exigidas
por el Banco Mundial para adjudicarnos un
crédito de US$ 250 millones con destino a la
agricultura, por cuanto implican abrir el
camino al ingreso indiferenciado de productos
alimenticios extranjeros de los que nuestra
"vocación agraria" ya depende en un millón
cien mil toneladas cada doce meses. Y
demandan, en forma textual, "una política
agropecuaria coherente, decidida y estable que
incentive la inversión agrícola". El MOIR
estampa su firma en este pedido, a semejanza
de muchos aliados que nos han dicho estar
dispuestos a adherir la suya a nuestras cuatro
sugerencias unitarias. No es cuestión de
inquirir si los empresarios del campo hacen de
la necesidad virtud; la ciega y traumática
evolución de los acontecimientos se ha
encargado de enseñarnos a la maravilla en
dónde yacen los obstáculos para el normal
avance del engranaje productivo de la nación.
Acá
no más, en la zona azucarera, la mayor de
nuestras concentraciones proletarias,
observamos asimismo cuán nocivos son los
rigores de la contracción. La industria de la
caña, que presencia impotente la merma
significativa de su rendimiento en cuanto a la
cantidad elaborada, al perímetro cultivado y a
los cupos de empleo, ha sido víctima, a su
turno y con arreglo a sus peculiaridades, de
las desventajosas relaciones imperantes dentro
del mercado mundial. Los proyectos de ensanche
que con desmedido optimismo diseñara en 1975
se fueron a pique tras el abrupto descenso del
precio internacional del azúcar, el cual se
cotizó a dos centavos y medio de dólar la
libra el año pasado, cuando se calculaba que
no bajaría de ocho durante el período. Los
ingenios quedaron en la estacada, en especial
aquellos que se decidieron a endeudarse
externamente con miras a alcanzar mayores
niveles de eficiencia, acentuando con sus
reducciones la mengua del comercio y de los
demás quehaceres de la región. A por lo menos
diez mil obreros se les ha despedido y la
cifra podría fácilmente doblarse si continúan,
según parece, la superproducción de sacarosa y
las medidas proteccionistas, tendencias ambas
impulsadas por los grandes emporios.
Los
procederes inequitativos vienen de atrás y nos
han ocasionado la ruina en ocupaciones como el
laboreo del trigo, del que prácticamente nos
autoabastecíamos a principios de la década del
sesenta, mientras ahora importamos 600.000
toneladas, uno de los muchos asoladores
efectos de la conocida Ley 480 de 1954 por la
cual el congreso de Norteamérica ha financiado
la venta en nuestros países de buena porción
de sus excedentes agrícolas. El cerco va
estrechándose con el correr del tiempo, al
punto de que a la tempestad de protestas se
han unido actualmente hasta los afortunados
exportadores de flores de la Sabana de Bogotá.
En ninguna parte el futuro de los pueblos se
ha edificado con pétalos de rosa; no obstante,
a los floricultores colombianos les asiste la
razón al quejarse de los artilugios
discriminatorios de la Comunidad Europea,
máxime cuando algunas repúblicas de esta
alianza, por ejemplo Francia, han obtenido, u
obtienen, innegable beneficio de sus
intercambios con nosotros. De suerte que la
prosperidad del país se cifra tanto en un
justo desenvolvimiento de sus vínculos con los
monopolios foráneos como en una competente y
planificada utilización de sus recursos.
Dos
factores que se hallan al arbitrio de quienes
controlan el Estado, el centro supremo que en
la Colombia de hoy interviene en todo, desde
graduar el coste de los bienes y servicios
hasta definir los contratos de asociación con
los dueños de medio planeta. Pero ni lo uno ni
lo otro. Ahí están los casos del petróleo, o
del carbón y del níquel, cuyas explotaciones
se efectúan mediante sendos convenios
estipulados preferentemente con compañías
norteamericanas, los cuales, a causa de sus
ilicitudes y de los perjuicios que nos
acarrean, han recibido las desaprobaciones de
los más dispares matices de la opinión. O el
precedente no menos infausto del Pacto Andino,
con el que, conforme a los pronunciamientos
oficiales, las naciones del área arribarían,
firme y mancomunadamente, a la edad madura de
su crecimiento, siendo que siguen en mantillas
al cabo de tres lustros y pico, sin haber
coronado los programas sectoriales de
desarrollo, ni la conversión de las empresas
extranjeras y mixtas en nacionales, ni el
acoplamiento entre los países signatarios,
demostrándose cómo el experimento escasamente
tendía hacia la creación de un mercado
ampliado que tomase atractivas y gananciosas
las multimillonarias inversiones de los
conglomerados de las potencias
industrializadas.
No
es que nos opongamos a tales transacciones y
menos a la integración latinoamericana, o que
nos rehusemos por principio a la entrada del
capital extranjero, o a asociarnos con él; por
el contrario, estos elementos pueden
transformarse en palancas de la modernización
nacional, siempre y cuando se encaucen a
suplir los vacíos dejados por el atraso
secular y no a extraer a rodo nuestras
riquezas y sin contraprestación alguna. El
proceso que vivimos de nacionalizaciones y la
correspondiente e inexorable expansión del
sector público, su robustecimiento económico,
su papel regulador cada día más descollante,
en suma, el apogeo del capitalismo de Estado,
representa una herramienta formidable con la
cual Colombia respondería a las acucias de su
propia reconstrucción, de manera "coherente,
decidida y estable" para expresarlo con las
palabras de Fenalee, si ese poderío fuese
otorgado a los obreros, campesinos,
empresarios, comerciantes, valga decir, a las
clases interesadas en el incremento de la
producción, y, por ende, se orientara no sólo
hacia la defensa de nuestros medios y
disponibilidades sino hacia el aprovechamiento
armónico de los mismos. Mas no planificamos ni
protegemos lo que nos pertenece. Se asiente a
cuanto indiquen los monitores internacionales
y se confía demasiado en las leyes de la
oferta y la demanda. El Ministro de
Agricultura, durante del lanzamiento en Cali
del Programa Nacional de Tenderos, contestó a
los reparos de los gremios admitiendo, como si
tal cosa, que a su cartera le había faltado
continuidad en sus prospecciones. De este
tenor son las providencias y los mea culpa de
nuestros funcionarios.
Los
cambios mínimos que estamos proponiéndoles a
demócratas y patriotas se limitan, pues, a
suprimir las causas de nuestro estancamiento y
se apoyan en las conquistas materiales y
espirituales gestadas, a pesar de todo, en el
seno de la sociedad colombiana. A veces el
quid del asunto se reduce a recordar las
olvidadas lecciones de los prohombres, del
siglo XIX, los primeros organizadores
republicanos, quienes se levantaron contra los
censos, los diezmos y las alcabalas heredados
de la Colonia, esas restricciones que ahogaban
el comercio, tan vital para el incremento de
las manufacturas. Un Salvador Camacho Roldán
canta loas al "¡impuesto directo, progresivo y
único!"; y Santander vuelve del exilio y
arremete de nuevo a comienzo de los treintas
contra la tributación indirecta que había
restaurado Bolívar a finales de los veintes.
Estas pugnas se han revivido sobre el mismo
suelo, aunque en otra época y con otros
actores. Los alcabaleros contemporáneos,
retrotrayéndose dos centurias, plagaron la
legislación con gravámenes al consumo,
entorpeciendo el tráfico de los artículos y
ameritando así las rectificaciones
reivindicadas por comerciantes y productores.
Quienes empuñan el timón han andado siempre en
contravía. Se propende a la libre concurrencia
en las operaciones mercantiles con el
exterior, mientras internamente se las coarta
de mil modos, que es cuanto acontece con la
espiral inflacionaria, activada por las
ininterrumpidas emisiones del Banco de la
República y éstas a la vez por los
astronómicos faltantes del gobierno, círculo
vicioso que habrá de cortarse de un tajo si
aspiramos a progresar.
Como
ustedes aprecian, se trata de modificaciones a
cumplir en el marco de una revolución
democrática, en el sentido económico-burgués
del vocablo; un vuelco que ha quedado
inconcluso y que no por su carácter deja de
ser menos profundo y beneficioso. No
necesariamente abrazan las tesis del
socialismo aquellos que rechacen los chantajes
del Fondo Monetario Internacional y protejan
la independencia de la nación ante las
coacciones de los poderosos de Occidente, y
las acechanzas del expansionismo soviético; ni
tampoco los que recaben la intervención y la
regulación estatales en bien de la
colectividad y no del enriquecimiento de unos
cuantos privilegiados.
Me
resta únicamente hacer votos por que las
identificaciones logradas entre el Movimiento
Liberal Holmista y el MOIR en tomo a tales
propósitos se afiancen y proyecten, más allá
de las escaramuzas electorales, pues se
fundamentan en la acción unificada de las
grandes mayorías y no en la sustitución de
unos presidentes por otros, quienes en
Colombia, aun cuando desciendan en medio del
estragamiento de las gentes, caen parados como
tentetiesos esos muñecos a los que les pesan
más los pies que la cabeza.
Muchas
gracias.
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Discurso
de Francisco Mosquera en acto conjunto
realizado en Palmira el 6 de marzo de 1986 con
el Movimiento Liberal Holmista. Se publicó en
El Tiempo del 8 de marzo siguiente.